jueves, 30 de junio de 2011
miércoles, 22 de junio de 2011
Escenas III
No sabían cuánto tiempo habían pasado en ese lugar. Lucas miró a Pedro, que tenía la mirada fija en el mantel y pensaba quién sabe en qué, y tomó otro trago. Él esa noche, al igual que las demás, pensaba en Candela. Esa noche más que nunca parecía haberse empecinado en seguir allí, en sus pensamientos, aferrada a él más que nunca. Le costaba soltarla. Por eso bebió sin parar, para que ella se borrara como empezaban a borrársele las imágenes del mundo. Pero ella insistía en seguir allí, con él, y en acompañarlo a todos los lugares a donde fuera. Intentó esconderla, temeroso tal vez de que Pedro la viera revolotearle, pero no pudo. Tarde o temprano la vería. Lo sabía. Por eso decidió esforzarse un poco más, escuchar cada una de las palabras de Pedro y no olvidarlas. Necesitaba convencerse a sí mismo de que quererla a ella estaba mal y que estar allí, con él, era lo mejor que podía hacer para lavar su culpa.
martes, 14 de junio de 2011
El espejo
“La otra instancia de este rasgo se lee como una interpretación política: el sujeto del relato de viaje descubre la imagen del Otro y de lo otro, pero en él proyecta la imagen de sí mismo”
Jorge Monteleone, El relato de viaje: de Sarmiento a Umberto Eco“No figura en ningún mapa; los lugares verdaderos nunca están”
Herman Melville, Moby Dick
Lo vio y se vio, allí parado, patético. Se sintió un loco. Se sintió dominado por el instinto, por un brutal instinto que lo convertía en no más que un animal o una bestia. Sentía el subir y el bajar de su pecho; sentía su corazón latir muy de prisa. Su mirada se clavó en aquel otro ser como si quisiera llegar a algún lugar dentro de él.
Dedicó su vida a ser diferente, a ser algo más, pero fracasó. Necesitó cruzar el océano para comprender que no era tanto como lo que él creía lo que lo separaba de aquel despreciable ser. Lo vio y se vio, como si estuviera frente a un espejo. Pero no, no era eso; si lo hubiese sido aquel terror no subiría y bajaría por su cuerpo paralizándolo. Era él; los ojos levemente distintos, el mentón más pronunciado, el cabello más largo, pero era él. Poco a poco lo recorrió con la mirada, temeroso de que el otro pudiera reaccionar. Tenía los pies descalzos sobre la arena caliente y las manos ajadas que caían al costado de su cuerpo. Miró sus manos y un leve ardor brotó desde su interior y recorrió sus dedos. No era un ardor común, como de sol; era más suave y continuo. Miró sus pies cada vez más tibios y le pareció sentir la arena contra ellos a pesar de sus zapatos. Los hombros le pesaban un poco más, como si hubiera cargado algo muy pesado, y los brazos se dejaban caer como si no fueran suyos, como si otro, el otro, los manejara y no él. Lo miró una vez más; el otro no había dejado de hacerlo nunca, pero sus ojos estaban calmos, como si no lo perturbara tenerlo delante suyo, como si no le produjera terror verse.
La expedición había sido larga y penosa. Estaba seguro de que esa tierra existía, no por las mediciones que habían realizado viajeros anteriores sino por ese sueño en el que se veía en ese lugar, descalzo, y sentía la arena contra la planta de sus pies. Ahora aquel sitio llevaría su pobre nombre. Él le había hecho ganar un lugar. Pero en ese instante no pensó en la posteridad ni en el reconocimiento. Recordó Moby Dick y comprendió por qué aquel lugar no aparecía en ningún mapa. Ahora, por fin, terminaría aquel viaje, por fin volvería a casa, y llevaría con él mucho más de lo que cualquiera podría haber hallado. Nunca se había sentido tan miserable, nunca se había avergonzado tanto de sí. Aquellas telas, su gorro, su calzado, solo lo cubrían. Debajo de todo aquello solo había un hombre. Nada más.
Dio media vuelta y ordenó el regreso. Se negó a que aquellas tierras fueran exploradas. Todo lo que pudiera sacar de ellas no le interesaba. Tenía suficiente con lo que habían tomado sus ojos. Aquella imagen perturbadora lo acompañaría por siempre: la imagen de ese otro que, como un espejo, le había devuelto la suya propia.
sábado, 11 de junio de 2011
Escenas II
Deja caer el arma delante de sus pies. Corre hasta ella. Grita, pero ella no lo escucha, porque se acordó tarde de gritar. No le importa si siguen disparando, no le importa cuántos caen y de qué lado. Ya no escucha los disparos sino un agobiante silencio de fondo.
Llega hasta ella y la toma en sus brazos. Le habla, pero ella no lo escucha. Decide llevársela de allí, porque ese no es un lugar para ella. No sabe aún si es un lugar para él. Ahora no le importa eso porque lo único que necesita es sacarla de allí y dejarla en algún lugar donde esté a salvo, comprobar que está bien y pedirle perdón. Sabe que él no disparó. Sabe que podría haberlo hecho.
lunes, 6 de junio de 2011
Literatura y viaje
Siempre me causó curiosidad esa necesidad de algunos de contar el viaje. Si solo se tratara de contar un viaje todo quedaría en una anécdota personal, pero no. Contar el viaje siempre dice algo más que lo ocurrido en cualquier desplazamiento: dice qué es un viaje y, seguramente, debe tener la clave para responder a mi inquietud.
Revisando mi experiencia como lectora tengo entre mis recuerdos literarios muchos viajes: el de Ulises en La Odisea tal vez sea uno de los ejemplos más significativos porque se ocupa de contar su proceso; los cuentos de exploradores o de náufragos presuponen el viaje anterior (exitoso o frustrado); incluso a veces no son los personajes los que viajan sino los objetos, y eso da lugar a la historia, como en El diablo de la botella. Sin necesidad de irnos a lugares lejanos, la primera representación del territorio americano (de la que aún arrastramos trozos, para bien o para mal) está en los relatos de viajeros; somos, de un modo u otro, lo que estos exploradores vieron de nosotros en la unión del territorio imaginado y el finalmente encontrado (somos o no somos eso, pero hay algo de esa imagen que condiciona el modo en que aún nos miran y nos miramos). La literatura argentina también está marcada desde sus inicios por el viaje: el del unitario de El Matadero al mundo de los bárbaros, la huída narrada en la “Advertencia” a Facundo, el exilio desde donde se escribe en la época (el exilio donde muchos años después otros volverán a escribir), la necesidad de esa mirada nueva que se aleje de la del turista, del que ve lo bello o lo exótico, para convertirse en una mirada nueva, problematizando así la relación entre mirada y viaje. El viaje aparece también como parte de cierta formación y París se convierte en el destino por excelencia. El otro destino es la pampa, el desierto, la llanura: no es parte de la formación, no es París, pero hay algo en su horizontalidad plena que da vértigo, algo en su “fuera de la ley” que dispara el relato; es el primer lugar del otro, el más cercano, y tal vez por eso el más perturbador, porque en él nos vemos con mayor claridad.
El viaje no es un tema más, como el amor y la muerte; el viaje es la posibilidad de la literatura. Tiene en sí mismo un poder único: cruzar barreras, destruir límites. El viaje vence las reglas sólidas del tiempo, del espacio y del sujeto.
El tiempo es, de todas las barreras, la más compleja. El viaje en el tiempo permite anticiparse al futuro y al mismo tiempo regresar al pasado; permite vivir en otro tiempo distinto del propio; nos da la posibilidad de cruzar esa barrera infranqueable, la de aquello que nos asusta y nos impacta porque no podemos controlarlo. Pero al mismo tiempo que construye fantasías lejanas en tiempos lejanos nos acerca la sensación de que aquello es verdaderamente posible. Los viajes en avión en relación a los cambios de horario nos permiten vivir dos veces la misma hora o, por el contrario, saltearnos una (aunque todo sea simple percepción, ¿qué es el tiempo sino eso?). Los barcos que cruzan líneas imaginarias y quedan atrapados en tiempos cíclicos, con esa sensación de que en el océano extenso hasta las leyes del tiempo funcionan de modo diferente, nos aterrorizan, nos perturban y nos fascinan con solo pensar que podemos quedar atrapados en un mismo día, en un mismo acto, en un mismo instante.
La literatura es siempre un “otro lugar”, donde somos ajenos, donde no formamos parte, donde tenemos siempre la mirada extrañada; no somos de la literatura y es por eso que podemos escribirla así, desde la libertad de quien cuenta algo ajeno. La literatura es operar en otro mundo con otras reglas diferentes de aquellas a las que estamos acostumbrados, con una legalidad construida de un modo distinto a la legalidad de nuestro mundo. Tal vez por eso el viaje ocupe ese lugar tan importante entre los textos literarios: porque la literatura puede hablar de cualquier cosa pero siempre habla un poco de sí misma, y en el viaje ve su reflejo. Tal vez por eso el viaje genere un texto literario: porque la literatura genera al mismo tiempo un viaje.
La literatura nos regala otro tiempo, nos permite desplazarnos en él rompiendo la linealidad y el sentido de la ruta, lo pervierte, lo detiene, da saltos y vuelve al comienzo. Nos regala también el espacio privilegiado del otro y de lo otro, la posibilidad de estar en cualquier lugar de este mundo o de otro, en cualquier lugar que pueda ser imaginado, es decir, creado. Une destinos inciertos, pervierte distancias: doblando la esquina de una ciudad puede haber un bosque, un desierto inmenso, el mar o la nada misma. La literatura nos brinda, finalmente, la posibilidad de ser otro, de tomar prestada la identidad de un personaje con la seguridad que nos da saber que no somos y el vértigo que provoca pensar que podemos ser. Podemos jugar a ser alguien y al mismo tiempo otro alguien, o muchos, o todos; nos sacamos la identidad del protagonista y la colgamos en el perchero como si se tratara de un saco o un piloto de lluvia para ponernos la de otro. En la literatura siempre, siempre somos otro. Eso es lo maravilloso del viaje de escribir o de leer: la posibilidad de entrar en el terreno absoluto de lo otro, con la mirada extrañada, con la expectativa constante, con la seguridad de que en ese viaje como en cualquier otro nos encontraremos. El viaje hacia la literatura es siempre un viaje hacia, es siempre el movimiento y el desplazamiento del viaje, porque ese mundo-otro de la literatura no existe fuera de la literatura, porque como en Moby Dick “los lugares verdaderos nunca existen en los mapas”.
Ahora comprendo un poco más por qué el viaje. Tal vez contar el viaje sea simplemente una excusa para contar. Tal vez lo que acerque al viajero y al escritor sea mucho más que su coexistencia en el mismo cuerpo; tal vez el hombre que desea explorar otros mundos no esté tan alejado de aquel que los crea. Tal vez viajar, simplemente, sea motivo de inspiración e incite a escribir por alguna causalidad difícil de explicar. Por mi parte, termino de escribir esto (o un boceto de lo que será) con letra temblorosa, sentada en un asiento de la línea 53, esperando llegar a destino. En realidad, ya no sé si lo espero tanto. Por ahora escribo y disfruto del viaje.
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