domingo, 4 de septiembre de 2011

Adelanto

"Sobre la base de una de las ventanas había una nota. Al menos se había tomado la molestia de escribirle para decirle que se iba, que no aguantaba más con esa vida, que estaba cansada de morirse de hambre con él, que se había cansado de esperar que su suerte cambiara, que se iba a buscar con otro lo que él no le había dado. La maldijo y abolló ese papel, pero enseguida supo que tenía razón, que nunca iba a llegar a nada bueno quedándose a su lado, y sintió compasión. Miró a la dueña con bronca, molesto con la postura que ella mantenía, parada en el umbral sosteniendo la puerta. Le hizo un gesto de desgano y se fue sin saludar"

(Extracto de uno de los relatos que forman parte de El círculo de fuego, pendiente de edición)

domingo, 7 de agosto de 2011

Escenas IV


-Tal vez si hablás con ella te perdona- dijo, intentando no pensar en sus propias palabras.
Pedro bebió de golpe el contenido de su vaso. Mauro descubrió en su rostro un gesto que lo desorientó. Descubrió entonces que no hablaba de ella, que ella nunca había estado en esa conversación porque tampoco estaba en el horizonte de lo que Pedro pensaba. Candela era invisible para él, había desaparecido de Pedro, y ahora se volvía cada vez más nítida a su alrededor.

viernes, 8 de julio de 2011

Breve II

Ojalá no te hubieras impregnado en mi aliento. Ojalá no dijera palabras que huelan a vos…

miércoles, 22 de junio de 2011

Escenas III

No sabían cuánto tiempo habían pasado en ese lugar. Lucas miró a Pedro, que tenía la mirada fija en el mantel y pensaba quién sabe en qué, y tomó otro trago. Él esa noche, al igual que las demás, pensaba en Candela. Esa noche más que nunca parecía haberse empecinado en seguir allí, en sus pensamientos, aferrada a él más que nunca. Le costaba soltarla. Por eso bebió sin parar, para que ella se borrara como empezaban a borrársele las imágenes del mundo. Pero ella insistía en seguir allí, con él, y en acompañarlo a todos los lugares a donde fuera. Intentó esconderla, temeroso tal vez de que Pedro la viera revolotearle, pero no pudo. Tarde o temprano la vería. Lo sabía. Por eso decidió esforzarse un poco más, escuchar cada una de las palabras de Pedro y no olvidarlas. Necesitaba convencerse a sí mismo de que quererla a ella estaba mal y que estar allí, con él, era lo mejor que podía hacer para lavar su culpa.

martes, 14 de junio de 2011

El espejo


“La otra instancia de este rasgo se lee como una interpretación política: el sujeto del relato de viaje descubre la imagen del Otro y de lo otro, pero en él proyecta la imagen de sí mismo”

Jorge Monteleone, El relato de viaje: de Sarmiento a Umberto Eco“No figura en ningún mapa; los lugares verdaderos nunca están”
Herman Melville, Moby Dick

Lo vio y se vio, allí parado, patético. Se sintió un loco. Se sintió dominado por el instinto, por un brutal instinto que lo convertía en no más que un animal o una bestia. Sentía el subir y el bajar de su pecho; sentía su corazón latir muy de prisa. Su mirada se clavó en aquel otro ser como si quisiera llegar a algún lugar dentro de él.
Dedicó su vida a ser diferente, a ser algo más, pero fracasó. Necesitó cruzar el océano para comprender que no era tanto como lo que él creía lo que lo separaba de aquel despreciable ser. Lo vio y se vio, como si estuviera frente a un espejo. Pero no, no era eso; si lo hubiese sido aquel terror no subiría y bajaría por su cuerpo paralizándolo. Era él; los ojos levemente distintos, el mentón más pronunciado, el cabello más largo, pero era él. Poco a poco lo recorrió con la mirada, temeroso de que el otro pudiera reaccionar. Tenía los pies descalzos sobre la arena caliente y las manos ajadas que caían al costado de su cuerpo. Miró sus manos y un leve ardor brotó desde su interior y recorrió sus dedos. No era un ardor común, como de sol; era más suave y continuo. Miró sus pies cada vez más tibios y le pareció sentir la arena contra ellos a pesar de sus zapatos. Los hombros le pesaban un poco más, como si hubiera cargado algo muy pesado, y los brazos se dejaban caer como si no fueran suyos, como si otro, el otro, los manejara y no él. Lo miró una vez más; el otro no había dejado de hacerlo nunca, pero sus ojos estaban calmos, como si no lo perturbara tenerlo delante suyo, como si no le produjera terror verse.
La expedición había sido larga y penosa. Estaba seguro de que esa tierra existía, no por las mediciones que habían realizado viajeros anteriores sino por ese sueño en el que se veía en ese lugar, descalzo, y sentía la arena contra la planta de sus pies. Ahora aquel sitio llevaría su pobre nombre. Él le había hecho ganar un lugar. Pero en ese instante no pensó en la posteridad ni en el reconocimiento. Recordó Moby Dick y comprendió por qué aquel lugar no aparecía en ningún mapa. Ahora, por fin, terminaría aquel viaje, por fin volvería a casa, y llevaría con él mucho más de lo que cualquiera podría haber hallado. Nunca se había sentido tan miserable, nunca se había avergonzado tanto de sí. Aquellas telas, su gorro, su calzado, solo lo cubrían. Debajo de todo aquello solo había un hombre. Nada más.
Dio media vuelta y ordenó el regreso. Se negó a que aquellas tierras fueran exploradas. Todo lo que pudiera sacar de ellas no le interesaba. Tenía suficiente con lo que habían tomado sus ojos. Aquella imagen perturbadora lo acompañaría por siempre: la imagen de ese otro que, como un espejo, le había devuelto la suya propia.

sábado, 11 de junio de 2011

Arte de palabras

Escenas II

Deja caer el arma delante de sus pies. Corre hasta ella. Grita, pero ella no lo escucha, porque se acordó tarde de gritar. No le importa si siguen disparando, no le importa cuántos caen y de qué lado. Ya no escucha los disparos sino un agobiante silencio de fondo.
Llega hasta ella y la toma en sus brazos. Le habla, pero ella no lo escucha. Decide llevársela de allí, porque ese no es un lugar para ella. No sabe aún si es un lugar para él. Ahora no le importa eso porque lo único que necesita es sacarla de allí y dejarla en algún lugar donde esté a salvo, comprobar que está bien y pedirle perdón. Sabe que él no disparó. Sabe que podría haberlo hecho.

lunes, 6 de junio de 2011

Literatura y viaje

Siempre me causó curiosidad esa necesidad de algunos de contar el viaje. Si solo se tratara de contar un viaje todo quedaría en una anécdota personal, pero no. Contar el viaje siempre dice algo más que lo ocurrido en cualquier desplazamiento: dice qué es un viaje y, seguramente, debe tener la clave para responder a mi inquietud.
Revisando mi experiencia como lectora tengo entre mis recuerdos literarios muchos viajes: el de Ulises en La Odisea tal vez sea uno de los ejemplos más significativos porque se ocupa de contar su proceso; los cuentos de exploradores o de náufragos presuponen el viaje anterior (exitoso o frustrado); incluso a veces no son los personajes los que viajan sino los objetos, y eso da lugar a la historia, como en El diablo de la botella. Sin necesidad de irnos a lugares lejanos, la primera representación del territorio americano (de la que aún arrastramos trozos, para bien o para mal) está en los relatos de viajeros; somos, de un modo u otro, lo que estos exploradores vieron de nosotros en la unión del territorio imaginado y el finalmente encontrado (somos o no somos eso, pero hay algo de esa imagen que condiciona el modo en que aún nos miran y nos miramos). La literatura argentina también está marcada desde sus inicios por el viaje: el del unitario de El Matadero al mundo de los bárbaros, la huída narrada en la “Advertencia” a Facundo, el exilio desde donde se escribe en la época (el exilio donde muchos años después otros volverán a escribir), la necesidad de esa mirada nueva que se aleje de la del turista, del que ve lo bello o lo exótico, para convertirse en una mirada nueva, problematizando así la relación entre mirada y viaje. El viaje aparece también como parte de cierta formación y París se convierte en el destino por excelencia. El otro destino es la pampa, el desierto, la llanura: no es parte de la formación, no es París, pero hay algo en su horizontalidad plena que da vértigo, algo en su “fuera de la ley” que dispara el relato; es el primer lugar del otro, el más cercano, y tal vez por eso el más perturbador, porque en él nos vemos con mayor claridad.

El viaje no es un tema más, como el amor y la muerte; el viaje es la posibilidad de la literatura. Tiene en sí mismo un poder único: cruzar barreras, destruir límites. El viaje vence las reglas sólidas del tiempo, del espacio y del sujeto.
El tiempo es, de todas las barreras, la más compleja. El viaje en el tiempo permite anticiparse al futuro y al mismo tiempo regresar al pasado; permite vivir en otro tiempo distinto del propio; nos da la posibilidad de cruzar esa barrera infranqueable, la de aquello que nos asusta y nos impacta porque no podemos controlarlo. Pero al mismo tiempo que construye fantasías lejanas en tiempos lejanos nos acerca la sensación de que aquello es verdaderamente posible. Los viajes en avión en relación a los cambios de horario nos permiten vivir dos veces la misma hora o, por el contrario, saltearnos una (aunque todo sea simple percepción, ¿qué es el tiempo sino eso?). Los barcos que cruzan líneas imaginarias y quedan atrapados en tiempos cíclicos, con esa sensación de que en el océano extenso hasta las leyes del tiempo funcionan de modo diferente, nos aterrorizan, nos perturban y nos fascinan con solo pensar que podemos quedar atrapados en un mismo día, en un mismo acto, en un mismo instante.

La literatura es siempre un “otro lugar”, donde somos ajenos, donde no formamos parte, donde tenemos siempre la mirada extrañada; no somos de la literatura y es por eso que podemos escribirla así, desde la libertad de quien cuenta algo ajeno. La literatura es operar en otro mundo con otras reglas diferentes de aquellas a las que estamos acostumbrados, con una legalidad construida de un modo distinto a la legalidad de nuestro mundo. Tal vez por eso el viaje ocupe ese lugar tan importante entre los textos literarios: porque la literatura puede hablar de cualquier cosa pero siempre habla un poco de sí misma, y en el viaje ve su reflejo. Tal vez por eso el viaje genere un texto literario: porque la literatura genera al mismo tiempo un viaje.
La literatura nos regala otro tiempo, nos permite desplazarnos en él rompiendo la linealidad y el sentido de la ruta, lo pervierte, lo detiene, da saltos y vuelve al comienzo. Nos regala también el espacio privilegiado del otro y de lo otro, la posibilidad de estar en cualquier lugar de este mundo o de otro, en cualquier lugar que pueda ser imaginado, es decir, creado. Une destinos inciertos, pervierte distancias: doblando la esquina de una ciudad puede haber un bosque, un desierto inmenso, el mar o la nada misma. La literatura nos brinda, finalmente, la posibilidad de ser otro, de tomar prestada la identidad de un personaje con la seguridad que nos da saber que no somos y el vértigo que provoca pensar que podemos ser. Podemos jugar a ser alguien y al mismo tiempo otro alguien, o muchos, o todos; nos sacamos la identidad del protagonista y la colgamos en el perchero como si se tratara de un saco o un piloto de lluvia para ponernos la de otro. En la literatura siempre, siempre somos otro. Eso es lo maravilloso del viaje de escribir o de leer: la posibilidad de entrar en el terreno absoluto de lo otro, con la mirada extrañada, con la expectativa constante, con la seguridad de que en ese viaje como en cualquier otro nos encontraremos. El viaje hacia la literatura es siempre un viaje hacia, es siempre el movimiento y el desplazamiento del viaje, porque ese mundo-otro de la literatura no existe fuera de la literatura, porque como en Moby Dick  “los lugares verdaderos nunca existen en los mapas”.
Ahora comprendo un poco más por qué el viaje. Tal vez contar el viaje sea simplemente una excusa para contar. Tal vez lo que acerque al viajero y al escritor sea mucho más que su coexistencia en el mismo cuerpo; tal vez el hombre que desea explorar otros mundos no esté tan alejado de aquel que los crea. Tal vez viajar, simplemente, sea motivo de inspiración e incite a escribir por alguna causalidad difícil de explicar. Por mi parte, termino de escribir esto (o un boceto de lo que será) con letra temblorosa, sentada en un asiento de la línea 53, esperando llegar a destino. En realidad, ya no sé si lo espero tanto. Por ahora escribo y disfruto del viaje.

domingo, 29 de mayo de 2011

Escenas I

Entró a su casa con el pelo mojado, y los ojos, y la cara. Lloró un rato sobre su hombro y sobre ese sofá que minutos después conocería su silueta. Una lágrima escurridiza le mojó la camisa a rayas que tanto le había gustado hasta ese día. Traspasó la tela hasta su piel. Él lo hizo hasta la suya. A partir de ahora esa camisa tendría para ella olor a soledad. Él iba a sentirle por siempre el perfume de ella.

Elogio de la brevedad

Un día alguien me propuso un desafío. -Por qué no probás escribir textos más cortos- me dijo. Cortos quería decir con menos palabras pero también con menos oraciones. Me propuso algo que sonara más entrecortado, más respirado. Yo amaba las oraciones larguísimas, llenas de subordinadas. Amaba el punto y coma.
Me pareció absurdo, perverso, profanador. Pensé que era un elogio más de las cosas simples cuando uno confunde simpleza con facilidad. No entendía por qué si todo se presentaba de esa manera, si todo circulaba tan rápido, si todo se había vuelto tan ágil, mis textos debían hacer lo mismo. Me pareció, incluso, algo estéticamente feo, desprovisto de la belleza que da una línea entera sin signos de puntuación. Sin embargo, acepté el desafío.
Debo reconocer que me costó encontrarle el ritmo. Me leía y mi escritura me generaba un cansancio raro. No podía tomar envión porque enseguida tenía que frenar de golpe. De alguna forma que tal vez jamás recuerde, porque es probable que haya sido tan gradual como sutil, las oraciones empezaron a acortarse solas. Me gustó ese nuevo trabajo en el que intentaba condensar algo en frases más directas. Incluso le tomé cierto gusto a esa nueva forma de leerme, donde –contra todo pronóstico- me costaba más que antes que me alcanzara el aire. Encontré otro ritmo y una manera nueva de decir donde las cosas no necesariamente tienen que conectarse, donde no hace falta decir si lo que sigue es causa o consecuencia, donde todo puede dar la sensación de pasar al mismo tiempo.
Sigo amando los relatos largos y las cláusulas subordinadas. Sigo rindiéndole cierto culto secreto al punto y coma. Me gusta que los relatos sigan diciendo muchas cosas, que sigan contando en el cuerpo del mismo texto muchas historias. Ahora puedo elegir cómo contar esas cosas. Hay formas de que una palabra bien ubicada cuente toda una historia, o varias. Ahora alterno oraciones largas y cortas; me reservo incluso el uso exclusivo de unas y otras según qué quiera contar. Finalmente el desafío valió la pena porque lo que creí que iba a ser restar terminó sumando. Ahora sé que lo que me gusta de un relato sigue siendo que cuente al mismo tiempo mil historias. Ahora sé que eso también puedo hacerlo con una sola palabra.

domingo, 22 de mayo de 2011

Breve


Y le besó los ojos, y las manos, y los hombros, y poco a poco fue arrancándola del papel…

domingo, 17 de abril de 2011

Sobre lo nuevo

¿Qué será lo nuevo? Me pregunto esto y pienso en esa tendencia que atraviesa toda la literatura, y que atraviesa también tantas otras cosas: ese afán de ser y tener la novedad.

¿Dónde está lo nuevo? Podemos reabrir una vieja discusión de la vanguardia, esa en la que discute cómo no volverse vieja. Ahora también estamos ante el problema de la novedad, del relato novedoso, del poema lo más actual posible, y también nos debatimos entre una serie de palabras que asociamos a lo actual y un sentimiento de actualidad. Si en su momento el debate giraba en torno al ingreso de los nuevos transportes y las nuevas tecnologías en general al interior del texto ahora no estamos tan lejos de eso. La literatura nueva parece ser esa que puede incluir las nuevas joyas de la vida cotidiana. Es moderno un libro que, por ejemplo, permite que uno de sus personajes use Facebook, o que hace que lleve todo el tiempo en su bolsillo un celular. Eso es nuevo.

Del otro lado tenemos otra cuestión, que surge cuando no nos alcanza que se diga "chat", "twitteo","thread" o "sms", y queremos que ese texto suene como un chat, o un tweet, o un mensaje de texto. Queremos que copie su estilo, su estructura, su longitud. Entonces escribimos un montón de tweets juntos y hacemos un poema, o hacemos hablar a dos personajes como si les cobraran por cada vocal. Y eso es nuevo.

Es nuevo, y nadie va a decir lo contrario, así lo nuevo no haga más que repetir la misma estructura de lo viejo, porque los parámetros para medir la novedad siguen siendo los mismos. ¿Será tan importante ser lo nuevo? Probablemente sí. La idea de originalidad a veces nos vuelve demasiado locos. Pero todos sabemos que, muchas veces, lo nuevo no está ahí, en lo novedoso, sino en lo que ya estaba. Lo nuevo puede ser una mirada diferente, otra forma de leer, una combinación inesperada. Eso también es nuevo.

Cuando pienso en lo nuevo pienso también en todo lo viejo, en dónde puedo ponerlo para renovarlo. Pienso, además, cómo puedo hacer ingresar lo novedoso, que es un ancla que nos fija sobre un momento y un lugar concretos, pero que también puede ser el punto de partida para despegar. Lo nuevo suelo ponerlo en el medio, en todos los recursos nuevos que me da. Pero también me gusta ponerlo en el centro, en el núcleo generador. A veces más y a veces menos, pero me gusta. Me gusta que el texto funcione como funciona lo nuevo: llenándose de cosas viejas y aportando una novedad estructural. Puedo escribir "redes sociales", puedo escribir como se escribe en las redes, y también puedo construir un poema que funcione como funcionan ellas. Puedo copiarle a lo nuevo esa manera de funcionar, esa manera de ser nuevo.

Tal vez eso es nuevo. Tal vez no.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Poemillo

Príncipe enano,
sueño despierto,
brazos fragantes,
mi caballero.
Musa traviesa
mi reyecillo,
penachos vívidos
hijo del alma...
Amor errante;
sobre mi hombro
tábanos fieros,
tórtola blanca,
valle lozano
mi despensero,
rosilla nueva.
Versitos libres,
versos sencillos,
mi poemillo...

miércoles, 16 de marzo de 2011

El vestido azul

"Y sí, parece que es así, que estoy condenado a mirarte eternamente desde el otro lado de la mesa, que estoy destinado a morirme enredado en tu pelo, que cae por tus hombros y te obliga a acomodártelo una y otra vez, como si no supieras que te queda bien así, hacia adelante, como si no supieras que me encanta que caiga y que siga la forma de tu cuerpo. Pero no importa si me gusta o no me gusta, porque vos seguís así, acariciándolo y tirándolo hacia atrás, porque no importa, nunca importa si me gusta, pero igual me gusta.

(...)

Ahora sonreís y tirás el cuerpo hacia atrás, muy suavemente, y sé que estás pensando en otra cosa, que ya no querés estar acá, que ya no estás acá sino en otro lugar, muy lejos, porque detestás las reuniones familiares y esas charlas de sobremesa que se repiten una y otra vez. Yo te digo que las detesto también porque no puedo decir otra cosa, porque no entenderías que aprendí a amarlas cuando supe que eran la mejor excusa para estar con vos, porque entenderías pero no te gustaría y me pedirías que no te dijera nada más.

Ahora querés irte, porque no sos de esas mujeres que se quedan, aunque yo sueñe aún con que algún día te quedes y que sea por mí; pero no, no te gusta quedarte y ahora, nerviosa, planchás con las manos la falda de tu vestido azul, ese que me vuelve loco, y apretás los labios un poco mientras hacés que escuchás. Ya estás muy lejos y quiero alcanzarte y seguirte por esos lugares de tu mente que nunca me llevaste a conocer, porque están cerrados para mí.

(...)

Me mirás de golpe y me pedís en voz alta que te lleve, pero sé que no querés irte a tu casa. Saludamos y alguien vuelve a elogiarte el vestido azul, y al igual que cuando llegamos me siento dichoso de estar a tu lado, de entrar y salir con vos, aunque solo haga eso. Agarrás tus cosas y salimos, mientras te despedís con una sonrisa y ellos hacen lo mismo, porque piensan que te vas, porque no saben que hace mucho que te fuiste, colgándote de un recuerdo inoportuno. Subís al auto y dejás de fingir, porque sabés que conmigo no hace falta nada de eso. Arranco y me mirás, una sola vez, con los ojos bajos, con ese gesto que me dice que estás cansada de todo, que estás cansada de vos, y yo te juro, sin decirte nada, que voy a ayudarte a descansar. Sé que querés que te lleve lejos de acá, que te arranque ese vestido azul y que borre de tu mente ese pensamiento que te invade, que está siempre de fondo y que cada vez se apodera de vos más y más. Y solo eso. Porque sí, porque parece que es así, que estoy condenado a mirarte eternamente desde el otro lado de la mesa"

"Anexo: El vestido azul" (Fragmento)

sábado, 5 de marzo de 2011

Soñé un poema

Hace unos días soñé un poema. No decía nada, pero hacía tantas cosas...

viernes, 4 de marzo de 2011

La escritura y la historia

Hace varios meses, mientras escribía sobre alguna de las obras de Roa Bastos, me vi obligada (me obligué a mí misma) a volver sobre la literatura americana de muchos años antes hasta encontrarme con esos primeros relatos, supuestos, de nuestro continente. Suponemos que son relatos sobre América, aunque no dejan de ser relatos sobre Europa y sobre su mirada. Suponemos, también, que son los primeros, aunque sabemos que esto es solo una operación, cada vez menos fundamentada, porque ya nadie se animaría a decir, al menos sin algo de prúrrito, que no hay relatos anteriores. Me encontré con ellos y con esta cuestión, y otra vez la oralidad y la escritura se cruzaron en mi camino para desviarme, aunque no tanto, de mi tema (imposible, dicho sea de paso, hablar de Roa Bastos sin pensar, al menos un segundo, en esto).

Lo más interesante que me ocurrió fue que en ese momento vino a mi cabeza un texto que había leído una sola vez, en el año 2004, como parte de una actividad escolar (texto que, por alguna circunstancia, perdí, y busqué desesperadamente por años, sin más pistas que una frase muy poco textual). El texto del que hablo, sumamente clásico ya, es de Todorov. La frase por la que pude encontrarlo puede parafrasearse más o menos así:

"El que nomina, domina"

Tal vez es textual, tal vez no. El texto volvió a perderse entre mis papeles. La frase, por el contrario, quedó para siempre como fondo de mis más variadas reflexiones.

Pensando en la literatura y las lenguas en América volví a esta reflexión. Qué poder -me dije- tiene el nombrar. Que posesión que trae oculta. El que pone el nombre de la cosa también pone el suyo, firma, se postula autor. Eso, en la historia de América y en la historia general tiene un peso mayor.

Por eso tuve que dejar de escribir sobre esa consigna, tuve que dejar de escribir sobre Roa Bastos, para escribir sobre él y sobre otros, sobre todos.

"La historia no la escriben los que ganan. La ganan los que la escriben"

Eso escribí en un márgen de una hoja cuadriculada, mientras planificaba otro texto, uno en el que esa frase no entraba así, toda junta, pero sí desparramada, disfrazada de otras palabras.

No descubrí nada. Por eso no la firmo, no le pongo mi nombre.

sábado, 26 de febrero de 2011

Recordatorio I

Nota mental: Volver a leer "La invención de Morel"

"Verba vola, scripta manet"

Me encontré con esta construcción latina (en realidad, ella me encontró) justo en el momento en el que pensaba cuánto vale la palabra escrita y cuánto la oral. Leyendo un poco, me informo de que la primera traducción de esto es "Las palabras vuelan, lo escrito permanece", e inmediatamente pienso en que es así, que la particularidad de la escritura (y en esto sigo a Derrida) es que puede separarse de su contexto de emisión. Yo escribo algo en el 2011 y alguien del 2123 puede leerlo. Es casi mágico que esa palabra pueda quedar viva ahí, como petrificada (pero tan lejos de eso), y pueda revivirse mucho tiempo después. Como ese animal, que ahora no puedo recordar, que se congela por décadas hasta que el clima hace lo suyo y lo trae de vuelta a la vida. Queda en estado cataléptico. Y ahí ya es otra cosa, porque la palabra que se congela no vive muerta sino redundantemente viva. Revive todo el tiempo, cada vez que se la lee, y mientras que está ahí, aparentemente quieta, en realidad está mutando, esta cubriéndose de capas y capas de nuevos significados que la van a convertir en lo mismo y en otra cosa.


Me parece demasiado teórico esto, y es por eso que me voy automáticamente a la historia. Sería imposible sostener que sin la escritura la historia hubiese sido igual. La historia de América, al menos, tiene como base a la palabra escrita. También a la oral, claro, por eso de nombrar, de tener el poder de nombrar América, y de todo lo que implica decirse en idiomas diferentes. Pero la escritura estuvo ahí para hacer lo que la identifica, que es permanecer. Lo que quedó en los discursos y en los recuerdos que se construyen desde hoy es la palabra escrita. Por eso seguimos diciéndole Perú a Perú. Por eso y por otras cosas.
No es casual que el año en el que Colón llegó a América algo tan importante como la primera gramática llegó a España. Y acá es donde pensamos en la lengua como la mejor compañera del Imperio. Y esto debe saberlo España, que padeció eso que hay entre el ser y el querer ser, entre esa Babel que tuvo que ser convertida en unidad (y que todavía se resiste a serlo). Allá y acá fue instrumento de dominación, herramienta de sometimiento. El español necesitó cortar a las otras lenguas de raíz para imponerse. Claro que esto es así pero también no lo es, porque mientras pienso esto no me olvido de que siempre hay una instancia de coerción y otra de consenso. También hay resistencia, y así encontramos a Bolivia con sus lenguas aborígenes o a Paraguay con su guaraní como lengua cooficial. Y esto último, este caso tan particular del Paraguay, país sincrético si los hay (junto a México), porque a alguien, a un padre jesuita, se le ocurrió darle escritura a esa lengua.

Paraguay merece un capítulo aparte al respecto, y poco a poco lo ha tenido. Hoy por hoy la enseñanza es bilingüe y todos aprenden a manejarse en español y en guaraní. Leen, escriben y hablan ambas lenguas. El guaraní es para ellos ese recodo donde puede refugiarse el pasado pre-español, pero con las marcas de la conquista, porque esa lengua no tenía grafía. Cedió un poco, o mucho, para sobrevivir. Y así le costó, porque siempre tuvo trabas. La primera y una de las que tiene más actualidad porque hoy por hoy afecta a otros países de América incluso sin ser la lengua del dominado es la que tiene que ver con la literatura. Durante mucho tiempo se pensó que hasta 1940 no hubo literatura en Paraguay. La excusa eran esas terribles guerras que devastaron el país, que no dejaban tiempo. Pero otros países, también en guerra, tuvieron su literatura, con lo cual esta justificación no justificaba nada. Roa Bastos lo entendía así, y por eso se ocupó de cambiar esa creencia. Lo hizo con sus discursos y con su misma literatura. Con ambas revalorizó a la palabra oral. A través de la escrita, claro, porque sabía de las ventajas con las que esta corría. En su tarea de traductor, título que él mismo se adjudicó, llevo a la literatura todo eso que ya existía aunque se lo ignorara, y lo hizo perdurar.

Historia compleja la de las palabras. Binomio difícil el de "oralidad-escritura". La palabra oral es efímera, no puede trasladarse ni en el tiempo ni en el espacio; necesita fijarse para perdurar. Eso es lo que la caracteriza, lo que la condena a vivir tan poco, pero al mismo tiempo la dota de espontaneidad, de contexto. La palabra escrita dura, se conserva, pero para cambiar, para ser otra cosa; y en esa duración gana y pierde, se transforma todo el tiempo. Nos hace creer que dura, pero en cada relectura deja de ser la misma. Como en esta misma frase latina, por ejemplo, que se tradujo después de una forma muy distinta: “Las palabras pueden volar; lo escrito está quieto”. Lo mismo y completamente lo opuesto.

Me gusta que en esta definición la palabra dicha se mueva, circule, corra libre. Me gusta porque se le reconoce algo que la saca de ese lugar relegado. Sin embargo, lo escrito aparece como estático; ahí está, ya está escrito y no puede cambiarse. O sí, porque esta misma frase se movió, dejó de decir lo que quisimos leer en ella, y mostró así, una vez más, tal vez, que no hay (no puede haber) palabra quieta.

Entrada 1

skcn.